El Mundo Orbyt.
INTERNET
CRISTIAN CAMPOS
27/09/2013
A MEDIADOS de los años 70, casi el
90% de los rollos fotográficos que se vendían en los EEUU habína sido
fabricados por Kodak. En la cima de su sector, la multinacional
estadounidense llegó a emplear 140.000 trabajadores. Su valor era de
28.000 millones de dólares. Hoy, Kodak lucha por salir de la bancarrota y
sus patentes han sido vendidas por 525 millones de dólares a
Intellectual Ventures y RPX Corporation, dos compañías troll dedicadas a la compraventa de licencias y bajo las que se ocultan nombres como Intel, Yahoo!, Google, eBay, Nvidia y Adobe.
El rey de la fotografía digital es hoy Instagram. En abril de
2012, Facebook compró la compañía por 1.000 millones de dólares.
Instagram tenía 13 empleados en nómina.
Lo irónico es que fue un ingeniero de Kodak, Steven J.
Sasson, el inventor en 1976 de la cámara digital. Kodak cavó su propia
tumba, sí, pero… ¿Qué otra opción tenía? ¿Ceder la iniciativa en el
futuro mercado de la fotografía digital a Canon, Nikon, Leica o
Fujifilm?
En realidad, el producto que vende Instagram no tiene nada que ver con la fotografía. La aplicación no es más que un MacGuffin,
un puñado de filtros fotográficos de juguete. Sus verdaderos clientes
ni siquiera son aquellos que han descargado la aplicación en sus
móviles. La mercancía que vende Instagram son sus 130 millones de
usuarios.
El de Kodak es solo uno de los ejemplos mencionados por Jaron Lanier en Who owns the future,
su nuevo libro. Pregunta Lanier, uno de los pocos individuos que pueden
presumir de haber participado desde el primer minuto en el Big Bang de
la era digital, dónde han ido a parar esos 139.987 puestos de trabajo de
clase media desaparecidos.
El caso de Kodak es el molde con el que se está fabricando en
2013 el ataúd del sector cultural y los medios de comunicación.
Músicos, directores, actores, productores, editores, diseñadores y
periodistas, sin importar lo exitosas que hayan sido en el pasado
analógico sus empresas, se encuentran en lo que en ajedrez se conoce
como posición de zugzwang. Una posición de zugzwang,
literalmente «obligación de mover» en alemán, es aquella en la que
cualquier movimiento posible empeora la situación del jugador y conduce a
su derrota. Si la cultura y los medios repudian internet, pierden. Si
se lanzan a sus brazos, pierden. Si la ignoran, pierden.
Esta es una de las razones por las que plataformas semicerradas como la de la app store
de Apple, una de las pocas que produce un beneficio real para los
productores de contenidos, están minando poco a poco la idea de una Red
100% libre y atrayendo a miles de creativos y de empresas de medios. En
palabras de Robert Levine, autor de Parásitos, la disputa no es ya entre control y creatividad, sino entre «comercio y caos».
Como no podía ser de otra manera, uno de los mayores
problemas al que se enfrentan los partidarios de una Red en la que la
información y el trabajo intelectual sean retribuidos de la misma manera
que lo son los productos tangibles es la terminología. ¿Quién no desea
una Red abierta? Lo abierto es bueno. Lo cerrado es malo. Pero si se
utilizan los términos desregulado y regulado, sinónimos de los
anteriores en este contexto, aparecen las primeras dudas. La Red ha
conseguido la cuadratura del círculo por partida doble: que los
partidarios del libre mercado defiendan la regulación de internet como
única vía para la protección de los derechos de propiedad y la libertad
de empresa, y que los defensores de la economía planificada defiendan la
desregulación y ese sálvese quien pueda ni siquiera vislumbrado en los
sueños más húmedos de la escuela austríaca.
Porque una Red abierta es libre, sí. Pero también
cortoplacista. Sin retribución posible, el incentivo para invertir,
crear e innovar en la Red desaparece. Si internet sigue tiranizada como
hasta ahora por un puñado de grandes empresas de tecnología 2.0, los
contenidos y la información de calidad tenderán a concentrarse en
plataformas cerradas o semicerradas mientras la Red desfallece
estigmatizada como una madriguera de amateurismo y banalidad.
Un solo ejemplo: Facebook. Más de 1.000 millones de usuarios
que cuelgan a diario millones de fotos, vídeos y comentarios por los que
nadie pagará jamás ni un euro. ¿Cuál es entonces el modelo de negocio
de Facebook? Los usuarios. O mejor dicho: sus hábitos de consumo, sus
gustos y sus movimientos en la Red. Empresas de todo el mundo pagan por
esa información. Pero los usuarios de Facebook trabajan gratis para
ellas regalándoles aquello que estas más valoran.
Es por eso por lo que resulta paradójica la percepción
popular de que Facebook, Twitter, Google o YouTube son servicios
gratuitos. Solo en un medio tan joven como internet es necesario
recordar que en la economía real no existen comidas gratuitas. ¿De dónde
creen los usuarios de Facebook que sale la cifra de 100.000 millones de
dólares de valor en bolsa de la compañía?
En la práctica, el ecosistema digital actual se asemeja más a
la estructura feudal de la economía rusa o india que a un mercado
maduro. En internet, una selecta y reducida elite de empresas (Google,
YouTube, Yahoo!, Baidu, QQ, Twitter o Amazon) acumula ingentes
beneficios y millones de usuarios mientras una mastodóntica clase baja
de páginas web anecdóticas, negocios digitales renqueantes, vídeos de
baja definición, blogs abandonados, desahuciados del sector cultural y
demás quincalla cibernética batalla por las migajas que caen de la boca
de la aristocracia de la Red. Mientras tanto, la menguante clase media
digital, la del sector de la cultura y los medios de comunicación,
avista en el horizonte el hiperdesempleo.
A DÍA DE HOY ni Larry Page, CEO de Google, ni ninguno
de sus compañeros de la lista Forbes han sabido explicar con rigor cómo
el oligopolio de facto que es el internet actual nos va a conducir como
por arte de magia a esa economía justa, igualitaria y libre que dicen
defender. Jaron Lanier bautizó como «maoísmo digital» esa extraña
filosofía colectivista que aúna conceptos como el del software
libre y la neutralidad de la Red mientras enriquece a un puñado de
multinacionales cuya posición dominante en internet se ha convertido ya
en inexpugnable. Con el tiempo, quizá el concepto de la Red libre le
dispute a la renta básica universal el título de idea económica más
bienintencionada pero también más contraproducente de la Historia de la
Humanidad.
De hecho, la idea del fracaso histórico de internet se repite
con insistencia durante los últimos años entre los escépticos de la
Red: en los mencionados libros de Jaron Lanier y Robert Levine; en El desengaño de internet de Evgeny Morozov; y en Superficiales de Nicholas Carr.
El problema para cualquier empresa que desee operar en una
Red abierta y gratuita es obvio: se necesitan millones de usuarios para
que la información que se vende a las empresas interesadas resulte
relevante estadísticamente. Es decir, rentable. Es por eso por lo que
cuando la NSA, la Agencia Nacional de Seguridad estadounidense, quiso
espiar las comunicaciones de millones de ciudadanos de todo el mundo se
dirigió a Google, Facebook, Yahoo! y Microsoft y no al diario The Guardian, la discográfica Sub Pop o la cadena de televisión por cable HBO.
Pero en una Red abierta la única manera de conseguir millones
de usuarios es reduciendo las aristas intelectuales y creativas de tus
contenidos para contentar al mayor número de personas posible. El
resultado es la homogeneización de la cultura y de la información. Una
cultura cuya altura intelectual será siempre la del más zafio de sus
usuarios. Una información que se limitará a reforzar los prejuicios
políticos de sus consumidores. Un edén para los déspotas, los demagogos,
los rentistas y los oligarcas de la Red. Un Shangri-La para la casta
extractiva digital: los Google, Yahoo! y Microsoft.
Dudo mucho que fuera eso lo que tenían en mente los
partidarios de la Red abierta cuando internet dio sus primeros pasos.
Pero es adonde nos han conducido sus ideas. Quizá habría que empezar a
poner en el punto de mira a los verdaderos señores feudales de la Red y
no al sector de la cultura y los medios de comunicación. Que bastante
tienen masticando su zugzwang.
Cristian Campos es periodista.